sábado, 19 de enero de 2013

El cortijo de Dori Capítulo 1: unos polluelos


Si existe un lugar realmente importante en la vida de todos los que compartimos aquellos años, y si preguntásemos uno por uno qué lugar es ese, sin lugar a dudas, todos contestaríamos: el cortijo de Dori.
Los lugares, las cosas que no tienen vida y que llegan a alcanzar la calificación de entidad propia, no es por lo que hagan o dejen de hacer ellos, que, evidentemente, al ser seres inanimados no pueden hacer nada por sí mismos, si no que alcanzan ese calificativo por los hechos que allí se suceden y los gratos momentos que en esos lugares se pasan.
Ya por aquella época, el lugar estaba medio en ruinas. Había algunas partes de él a las que ya no se podía entrar por miedo de derrumbe, como era la parte de atrás, que si no recuerdo mal era la zona de las caballerizas. Jamás subí tampoco a la parte de arriba. Y yo es que era muy miedosa para esas cosas. Quizás alguno de mis amigos si fuera a esas partes, pero yo no. El cortijo de Dori requerirá de varios relatos, porque fueron muchas las cosas que allí sucedieron, ya que fueron muchos veranos los que allí pasamos, me atrevería a decir, casi a diario.

Justo a la entrada a la vivienda, a la izquierda había como un pequeño techado y una puerta. Pasó bastante tiempo hasta que me enteré de que aquel lugar era el gallinero. Y de esos pequeños y graciosos animalillos es de lo que hoy voy a hablar.

He mencionado el cortijo de Dori, pero hay una persona que también compartió con nosotros en aquel tiempo momentos dignos de recordar y a los que hacer mención, y este es el caso.
La historia que se nos contó a mi hermana y a mí, no fue en el cortijo, sino en casa de Dori.
Paquita, la madre de Dori, nos contó en cierta ocasión que,...

"Hace muchos años cuando en el cortijo había animales, yo tenía unas gallinas que habían criado, y habían nacido de aquella puesta un puñado de pollitos. Yo me dí cuenta que tan pequeños como eran estaban infectados de piojos. En cierta ocasión, había escuchado por ahí que para quitarle los piojos a los animales había que echarles aceite por todo el cuerpo. Entonces, yo pensando en aquellos pobres pollillos, eso hice. Los cogí uno a uno y los impregné bien de aceite para dejar a los indefensos pollos libres de aquel parásito inmundo. Era verano, y hacía mucho calor. Las gallinas tenían la puerta del gallinero abierto para que anduvieran por aquí y por allá a su antojo. Los pollitos inocentes y sin conciencia de lo que yo había hecho se quedaron al solecito de la tarde. Cuando volví a salir afuera ví un espectáculo dantesco: todos los pollitos estaban tirados por el suelo, muertos, fritos, literalmente al sol."

No era la historia en sí, que realmente, para los que nos consideramos amantes de los animales, es muy dramática, y ella incluso, contaba el hecho con profunda pena por sus pollitos. Pero al tiempo, era tan cómico que ella al contarlo se debatía entre la pena y las carcajadas con las que se reía al contarla. Carcajadas muy características las de Paquita: nunca olvidaré aquella narración, ver a Paquita reír con su risa silenciosa acompañada con el vaivén rítmico al son de la risa hacia arriba y hacia abajo de todo su cuerpo.

No hay que decir que tras conocer aquella historia, rara era la ocasión en la que al ir al cortijo a cualquier guiso o visita vespertina, de algunos de nosotros, bien para echar de comer a los perros, bien para pasar allí el rato por aburrimiento mayormente, no saliera a relucir aquella historia y nos sirviera de risas al recordar el corto y fatal destino de aquellos pobres pollitos andorreando inconscientes por el mismo suelo que nosotros ahora pisábamos.







lunes, 14 de enero de 2013

Astronomía no razonable


Mi pueblo, desgraciadamente para mí, no se ajusta a los cánones marcados por el clima que, por estar situado al sur de la Península, le corresponderían. Eso significa, que el verano aquí dura bien poco, muy bien poco, o no tanto como sería de mi gusto. Lo que más me gusta del verano, en concreto del mes de agosto es cuando se descargan las cabañuelas, lo cual provoca una alegría generalizada, ya que esto significa que el próximo año será de lluvias.

Corría el año 1993. Lo recuerdo perfectamente por un detalle que posteriormente mencionaré aunque no desvelaré al completo, puesto que eso es un secreto. Es mediados de agosto y es noche de estrellas. La tan agradecida y valorada noche de San Lorenzo. Cuando la Tierra en su viaje sin fin, (o al menos no con un fin muy cercano) pasa por una zona de innumerables asteroides provocando un espectáculo en el cielo, que es digno de ver: la lluvia de estrellas.

Estamos sentados en el Copa, y siendo las fechas que son, seguramente en la terraza. Las niñas que estamos todas llevamos tirantes, desafiando, como tanto gusta hacer a estas edades, en esta ocasión al "fresquito nocturno" que suele hacer en estas fechas, cuando de pronto surge la idea de salir al campo a observar tan preciado espectáculo estelar. Todos estamos de acuerdo, así que rápidamente nos ponemos en marcha.

Vamos dos coches y si no recuerdo mal, somos Llado y Mechi, Manoli y Pepe, Dori y yo. Somos seis. Seis personas las que en mitad del Llano Mazuelos nos tiramos al suelo panza arriba a esperar recitarles nuestros deseos más íntimos (yo sé cual es el único deseo que albergo y repito una y otra vez para que las estrellas fugaces me lo conviertan en realidad, y de ahí que recuerde la fecha exacta de dicha excursión) a las estrellas fugaces que minuto tras minuto, segundo tras segundo surcan un cielo espeso que parece que casi se nos va a caer encima de lo oscuro que está todo.

Van pasando esos minutos hasta que alguien empieza a quejarse:

- ¡Oye!, ¿parece que hace mucho fresquito, no?

- Sí, eso parece.

Hasta que pasados unos pocos minutos más ese fresquito se ha convertido en frío, el más auténtico y genuino frío de mi tierra, y estamos que no podemos aguantarnos ya de los tiritones que estamos pegando.

Desesperados preguntamos:

- ¿no tenéis ni una manta ni na en el maletero del coche?

Ante lo que Llado pega un salto y dice:

- ¡¡¡Síiii, yo tengo una!!! Aunque creo que va a ser pequeña para todos.





INTERRUMPIMOS NUESTRA EMISIÓN HABITUAL PARA INFORMALES DE UNOS HECHOS ACONTECIDOS DE ESPECIAL IMPORTANCIA:


Una niña de diez años llamada Dori, tiene una peculiaridad especial, y es caerse donde pille y como pille, sin que las personas que tiene alrededor puedan hacer nada..., generalmente reírse por las formas tan peculiares de hacerlo.
El hecho aconteció ayer tarde, (aunque unos cuantos años atrás) cuando tras acudir a su cita diaria a la casa en la que debe recoger la leche fresca, recién ordeñada que es la costumbre en estas fechas, recoger la leche del lechero, salió de la casa con su pequeña lechera en la mano derecha y Mari Carmen, acompañándola por el mismo lado.
La calle en la que se sitúa la casa es una calle empinada, como casi todas las del pueblo, y al hacer el camino cuesta abajo la niña pegó un resbalón... Todo sucedió en décimas de segundo sin que Mari Carmen tuviera tiempo de nada, solo de mirar por encima de su hombro izquierdo y ver a su amiga muy bien sentada en el suelo, tras pegar un culetazo de esos que generan posterior dolor de cabeza, con su pequeña mano derecha levantada, cual saludo propio de la época, si no fuera por la graciosa lechera que sostiene en firme en la mano, de la que no ha salido ni una sola gota de leche.
La mala conciencia de la acompañante en esta primera caída de la que existe documentación memorística, no la dejó hacer por ella nada más que lo anteriormente mencionado: no parar de reírse de nuestra pequeña y nueva protagonista del cuento de La Lechera.


PEDIMOS DISCULPAS POR LA INTERRUPCIÓN Y LES DEJAMOS CON SU PROGRAMACIÓN HABITUAL



Ante lo que Llado pega un salto y dice:

- ¡¡¡Síiii, yo tengo una!!! Aunque creo que va a ser pequeña para todos.


- Bueno, bueno, tú tráela.

Cuando Llado sacó la manta, teníamos tanto frío que ni miramos el tamaño, nos pegamos los unos a los otros todo lo que pudimos y nos la echamos por encima de los hombros, pero era tan pequeña que apenas abarcaba a la mitad de los que allí estábamos. Así que, a partir de ese momento, el tiempo transcurrió entre tirones por aquí y tirones por allí de la manta, como si de un tejido elástico se tratara no cejábamos en nuestro empeño, mientras nosotros mismos acabamos tan apretujados unos contra otros que ya no era apretujarse, sino unos encima de los otros en busca de la pérfida manta que no se quería estirar.
Pero allí estábamos, firmes en nuestra intención de ver la lluvia de estrellas, no ocupando entre las seis personas que allí estábamos sentados ni medio metro cuadrado, y en esa tesitura nos dieron casi las cuatro de la madrugada.

Cuando llegué a mi casa, tenía los pies congelados hasta las rodillas, y recuerdo que cuando me metí en la cama, siendo agosto como era, me arropé con el edredón hasta las orejas, como en el mejor de uno de los días otoñales.